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Con destino deleble: A 13 años del accidente aéreo de Conviasa en Puerto Ordaz

Juana estaba completamente aturdida, solo podía escuchar un zumbido eterno que parecía no acabar. Intentó moverse sin éxito. Parecía que sus piernas se sublevaron en una gran revolución. Quiso pedir ayuda, pero ni ella misma podía escuchar su voz. Por un momento, llegó a pensar que era un sueño, pero se sentía más real que un primer beso. Definitivamente no era una ilusión.

Hace tan solo un par de semanas que había viajado junto a su familia para la procesión de la Virgen del Valle en Margarita. Todo había salido como de costumbre: ella era, evidentemente, católica, por lo que repetían esta misma rutina cada año. Transitaban desde Puerto Ordaz hasta Porlamar. Ella se sentía feliz de hacerlo, además, aprovechaba la ocasión para bañarse en las hermosas playas de la isla. 

Cuando llegó el momento de retornar, no parecía muy convencida de realizar todo el trayecto en auto: debía cruzar un ferry hasta la ciudad de Puerto La Cruz y, posteriormente, viajar por otras 4 horas de carretera hasta llegar a casa. Ella recuerda como si fuera ayer cuando su hija le comentó:

‒ Mami, ¿por qué no te quieres venir con nosotros en carro? 

‒ Hija, si tuvieras mi edad, y mis achaques, entenderías. Toy’ muy vieja pa’ esa gracia. Yo prefiero irme en avión –dijo la doña.

Así fue como, el 13 de septiembre de 2010, se encontraba la señora Juana en el aeropuerto Santiago Mariño, despidiéndose de su familia para volver a la ciudad entre ríos. Hizo el checkin, le entregaron su boarding y se quedó un momento hablando con su nieta que tanto adoraba. 

Al cabo de un momento, escucharon la llamada respectiva: “señores pasajeros, Conviasa anuncia la salida de su vuelo número 2350 con destino a Puerto Ordaz.  Por favor, dirigirse a la puerta de embarque número 2”. La sexagenaria tardó una fracción de segundos en reaccionar, pero, finalmente, captó que los datos coincidían con su pase de entrada.

La abuela había salido con destino a casa. El despegue no tuvo nada fuera de lo común. Las azafatas indicando las normas de seguridad frente a un posible accidente. Nada del otro mundo: ya Juana estaba acostumbrada a estas cosas, pues no era la primera vez que viajaba en una aeronave.

Al cabo de treinta minutos, el piloto inició las aproximaciones hacia el aeropuerto Manuel Carlos Piar. Parecía que algo no andaba bien: Juana sentía fuertes turbulencias y los demás pasajeros empezaban a notarlo, por lo que las quejas no tardaron en llegar. En tan solo 2 minutos, ya había rezado 5 Padres Nuestros, pero la situación no mejoraba: no hacía falta ser un experto en turbinas para saber que el sonido parecía indicar que existía una falla grave.

Al cabo de unos minutos, el piloto perdió el control total: la aeronave se aproximaba a tierra en picada. No había forma de detenerlo. Juana estaba sudando. De sus ojos corrían lágrimas que, si hablaran, dirían el clásico: “te lo dije, debiste irte por tierra”.  

5000 pies, 4000, 3000… Poco a poco, estaban llegando a su destino. ¿Había comprado la abuela un boleto hacia la muerte?  

Juana temía por su vida. A pesar de que era una persona devota, y dejaba las cosas en manos de Dios, no se iba a engañar: le aterraba la idea de no poder volver a ver a su familia. Su hija seguramente estaría con la mirada penetrante en la pantalla de “Arrivals”. ¿Aparecería su vuelo como retrasado?  De alguna manera lo estaba.  Lo que no sabían las autoridades es que ese avión no llegaría nunca por los senderos regulares.

Era una sensación extraña la que sentía: como quien salta en paracaídas sin darse cuenta que olvidó los flaps de aterrizaje. Ya solo restaban segundos para que hicieran contacto con tierra y ella podía ver el desastre por la ventanilla:  similar a una montaña rusa que llega al punto más alto. Ella comprendió que era el momento de caer.

 Cuando el avión se estrelló, todos los gritos desaparecieron por un momento.  El estruendo de la plataforma contra al suelo, a una velocidad considerable, había silenciado a cualquier alma que estuviera en cabina. Juana, como muchos otros, había quedado inconsciente. El descenso tan brusco había afectado duramente a su organismo.

Pasaron unos minutos y, por fin, pudo abrir los ojos, aunque hubiese preferido no hacerlo después de lo que vio: la aeronave estaba destrozada, podía ver la sangre por doquier, pasajeros cuyo rostro reflejaban el sufrimiento más tenaz. Por un momento, Juana se preguntó si el infierno tendría un ambiente similar. Ella definitivamente no podía moverse. Se trababa de múltiples fracturas que se lo impedían.

Podía escuchar como los rescatistas empezaban a llegar, pero a ella nada que la encontraban.  Pasaban los minutos y la abuelita creía que no iba a resistir. Respiraba cada vez con más dificultad y su cuerpo le pedía a gritos que no se moviera.  Sus latidos eran cada vez más débiles, su rostro cada vez más pálido. Llegaron recuerdos a su mente: su nieta riendo con ella, mientras le decía:

‒Abue, quiero que tú estés en primera fila cuando reciba mi título universitario. ¡Prométemelo!

‒ Mi vida, ¡pero si tu tan solo tienes 10 añitos! No creerás que todo es como en el maravilloso mundo de Disney que tanto te gusta ver.

‒ Lo sé, abue, ¡pero es que ya me lo imagino! Yo con mi toga subiendo a la estrada para recibir los honores y tú gritando: “¡esa es mi nieta!”

‒ Claro que sí, mi niña, ahí voy a e estar yo como siempre apoyándote, como cuando tu mamá te regañaba por no limpiar los platos y yo te alcahueteaba -dijo la doña dejando escapar una risa que pareció escucharse en toda la sala. 

Sus ojos empezaban a humedecerse. Ella ya había vivido mucho y sabía que su virgencita se apiadaría de ella a la hora de rendir cuentas, pero, ¿qué pasaría con su niña querida?  Sabía que iba a sufrir al enterarse de su muerte. Su hija podía entenderlo, pero, ¿cómo le explicas a una niña de 10 años que su mejor amiga, su confidente y, el motivo de esa sonrisa angelical, se fue de viaje y no regresaría nunca más?

¿Acaso existe una forma correcta de decirle a una chiquilla que su nona no partió con rumbo a Puerto Ordaz, sino a un mundo donde los niños tienen prohibido la visa de entrada?  Juana se dio cuenta de algo: su temor no era morir, sino pensar en el sufrimiento que esto generaría en su pobre nieta. Pero también se percató de otra cosa: era ese miedo lo que la mantenía viva, su razón de seguir luchando por mantenerse consciente, a pesar de que su cuerpo le aconsejaba emprender la retirada y perder la batalla.

A pesar de ello, podía sentir que su organismo le empezaba a cobrar factura del accidente: el monto no parecía tener una moneda de cambio clara, pues era el tiempo la divisa a transar y, por supuesto, de eso ella no tenía mucho. Si no la rescataban en los próximos minutos, sería la muerte quien embargara su vida. 

Al cabo de unos minutos, empezó a oír unas voces: no sabía si estaba alucinando o verdaderamente se trataba del mundo real. Trató de concentrarse un poco más, aunque el dolor que sentía en las piernas se lo impedía. Parecía reconocer las palabras: 

‒ ¡Señora! Todo va a estar bien.  Necesito que me diga su nombre –dijo el rescatista que después de 4 largas horas había dado con ella.

La abuela no pudo reconocer lo que le preguntaban. Tampoco podía hablar. Parecía que los nervios habían silenciado sus cuerdas vocales. De su interior solo pudo salir una palabra, extraída con cierta dificultad: “ayuda”. Los paramédicos la levantaron con sumo cuidado y la colocaron en una camilla.  El movimiento de sus piernas le causó un agudo dolor que la obligó a quejarse.

¿La virgen habría escuchado sus plegarias?   Lágrimas empezaban a correr por sus mejillas, pero estas ya no decían lo mismo que las de tres horas atrás: estas reflejaban una felicidad tan sincera, como la de un cachorro cuando escucha la puerta que marca la llegada de su amo. Ella estaba viva, a pesar de que más de 15 personas habían fallecido en el trágico accidente de Conviasa.  No podía moverse, pero, aun así, había sobrevivido.

En el hospital de Unare le diagnosticaron severos traumatismos: tuvo que estar por un largo tiempo bajo terapias para poder recuperar la normalidad motora.  No fue fácil el proceso y en algunos periodos lloraba desconsolada, al recordar el suceso que la había llevado de vacaciones al borde de la muerte. 

Algo había aprendido de todo esto:  cuando tienes un motivo al que aferrarte, algo que te mueva a seguir luchando, se vuelve tan tuyo que nadie puede arrebatártelo. El amor a su nieta la mantuvo con vida.  Recordarla era el repelente más efectivo a la muerte.  Juana estaría eternamente agradecida con su Virgen por haberla ayudado a entender aquello por lo que ella movería cielo y tierra. 

Por Julián Silva / Fotografía Cortesía Archivo Carlos J. Gómez

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Publicado por PromoActualPzo

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